Por qué le llamaban bestia
si solo era un hombre con el corazón roto desde que el otoño le arrebatase de
sus brazos lo que más quería. Desde entonces, sus días se tiñeron de gris y sus
noches se volvieron un pozo oscuro y vacío. Nada le importaba ya, ni su hacienda,
ni sus viejos criados, mucho menos su vida.
Enfadado con el destino, con
el mundo y consigo mismo dejó que el abandono poblara sus cabellos de greñas sin
brillo y una barba sin principio ni fin, y entre tanta selva, unos ojos azules
que no brillan; salvo cuando una lágrima huye por la ventana.
¿Dónde se fueron aquellos
días felices? dime. ¿Dónde te escondes amor? El silencio no responde, solo se
oye la tristeza susurrar en su corazón.
Aún le quedaba aquel rosal
de flores aterciopeladas, su rosal favorito, donde a veces conversa con ella,
donde de alguna manera atenúa su dolor.
Siempre hay un día en el que
todo se pone patas arribas, y como todo lo imprevisible en esta vida, ese día
llegó sin avisar.
El olvido y la imprudencia
decidieron arriesgarse entrando en aquel oscuro palacio perdido en el bosque.
Una rosa, solo una rosa era lo que quería aquel anciano mercader. La torpeza de
aquel joven ayudante hizo que tropezara cayendo sobre las espinas de la
perdición. Y no se hizo esperar el rugido atronador de aquella fiera.
Ante aquellas almas
asustadas una extraña criatura les reprochaba su osadía y tomando del brazo al
anciano le pregunto quién le dio permiso para allanar su vida. La pena impuesta
por el delito cometido era entregarle a cambio su felicidad. Sus lágrimas se
deshojaban por los surcos de aquél rostro arrugado, porque su felicidad tiene
nombre de mujer. Su pequeña, su tesoro, pero se niega a revelar su nombre. Como
la mentira es coja y delatora, aquel ser enfurecido le exigió el cambio de una
rosa por otra.
Las noticias-sobre todo las
malas- vuelan aunque lo hagan a lomos de un caballo guiado por un asustado
ayudante. Son para aquella rosa de nombre Bella como la flor.
No le quedó más remedio que sacudir su miedo y
caminar directa a su destino. Le flaqueaban las piernas y el valor, pero ella
los azuzaba pintándolos de color esperanza. Aunque ese color se iba destiñendo
a medida que se acercaba a aquel palacio, un palacio triste y melancólico.
Era extraño, aquel temor al
ver a la bestia, se esfumó. Esos ojos azules no le infundían miedo, sino una
extraña curiosidad.
El canje se realizó a pesar
del anciano que partió con el corazón en un puño lleno de agujas que se clavaban
sin compasión.
Y el tiempo y la curiosidad
mutua fueron debilitando las defensas de aquella criatura. Aquella mujer de
mirada dulce fue desterrando todos sus fantasmas, la luz que un día huyó de aquel
palacio fue venciendo a las sombras que lo habitaron. Sus criados dejaron de
ser aquellos extraños objetos en los que no había reparado en estos dos años.
La necesidad de verla a cada instante fue cortando aquella selva de abandono dando
paso a un rostro alegre y largos paseos por el jardín entre confidencias y
arrumacos.
En el pueblo aquel anciano lloraba
su triste destino, de todas sus hijas tuvo que llevarse la mejor. Perdido entre
el mar de sus lágrimas la dulzura con forma de mujer le regaló su pañuelo para
secar su tristeza. Agradecido, el anciano, le devolvió el pañuelo. Pero al
mirarla, ella le devolvió su alegría, era ella, su hija. Convertida en una noble
dama, junto a ella reconoció aquellos ojos, los ojos azules de aquella criatura
transformada por el amor. Los dos jóvenes le tomaron del brazo invitándolo a
vivir en el palacio, un palacio distinto de aquel que un día conoció.
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